lunes, 26 de mayo de 2008

A medio despertar pensaba en que al parecer se habían alargado mucho los cinco minutitos más. Claro, el reloj del velador se lo comprobó. Reaccionó como si le hubieran vertido el Atlántico entero encima y rápidamente partió a abrir el ropero. Había pasado ya más de una hora desde que había sacado la mano de entre las sábanas y a tientas había tomado el despertador, apagando la alarma al quinto intento de ese juego de apretar botones en que uno siempre entra cuando no acierta al primer tanteo por el apuro que tiene en hacer callar el fandango ese que a esa y a cualquier hora fastidia si te trunca el placentero recreo que te dan tus responsabilidades para yacer en tu cama sin pensar en nada más que en descansar (y lo peor es que nunca nos acordamos que es uno mismo quien programa esa ceremonia matutina la noche anterior).
En dos segundos y medio ya estaba con una pierna metida en el pantalón azul, pero se acordó que había pensado en el cuadrillé para ese día, así que lo buscó entre el colgador de los pantalones formales y se lo puso. La camisa blanca con diseño de rombos era la ideal para combinarla con el pantalón que llevaba puesto. Se abrochó el penúltimo botón de la camisa y se acordó que no era la que tenía en mente para el pantalón cuadrillé; era la celeste que le había regalado la mamá para su anterior cumpleaños. En el minuto había hecho memoria y ahora repasaba en su mente la tenida completa planeada para ese lunes: pantalón cuadrillé, camisa celeste, chaqueta negra con el cierre de doble faz, zapatos negros y la bufanda que hacía juego con el pantalón para capear el frío mañanero. Perfecto.
Le mandó saludos con la peineta a la cocina y se disculpó con ella por no ocuparla para hacerse un desayuno digno de un nutricionista. Mientras pensaba en dónde
había dejado el maletín, le prometía nuevamente que en la semana comenzaría con el plan dietético que se había exigido. El refrigerador y la cafetera llevaban ya casi un mes escuchando el mismo discurso. Sacó un yogur, agarró el maletín que recién había encontrado y partió hecho bala.
La puerta de entrada se despidió de él y le encaró lo indeciso que era, porque finalmente salió con el pantalón azul, la camisa con diseño de rombos y la chaqueta impermeable porque creía haber escuchado el anuncio de lluvia para mediodía. El otro ropaje después de puesto no lo convenció.
La vecina de al lado no estaba barriendo y con eso se ahorraba bastante tiempo, porque siempre se ponía a conversarle como si de su perpetuo tiempo libre dependiera él también. El vecino de la esquina compraba todos los días sagradamente el diario en el quiosco de enfrente a la hora en que pasaba por ahí, así que a él sí lo encontró. Al señor le extrañó su apuro en un día de descanso para la mayoría: era domingo. Diablos, sí era domingo, la rutina y el estrés le habían pasado la cuenta y ésta se convertía en la segunda vez que pasaba por ese papelón. Reprochándose se fue vuelta a casa. Ahora más calmado tardó el doble de tiempo en hacer el mismo recorrido.
Entró, tiró el maletín y pasó directo a su dormitorio. Se sacó el pantalón azul y se metió a la cama con la camisa blanca puesta, hacía frío. Se durmió en menos de cinco minutos.
Cuando despertó, su amado estaba esperándolo con el desayuno listo. Le contó que había soñado que hacía el ridículo yendo a trabajar un domingo y le recordó lo tanto que lo amaba.
Pero cuando se acordó que en realidad no tenía ningún novio, que no trabajaba, que era viernes y no domingo, que era imposible que hayan pronosticado lluvia porque era pleno verano, que era alérgico a los lácteos, que en la esquina no había ningún quiosco, que nunca había tenido un par de zapatos negros, que no usaba maletín sino mochila y que hasta en los sueños las puertas y los electrodomésticos de su casa le hablaban, se puso a pensar en que no le haría nada de mal tomar una hora en salud mental. Levantó el teléfono y pidió una cita con el traumatólogo para el treinta de febrero.

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