miércoles, 6 de mayo de 2009
Tomamos el metro, combinamos con el bus local, caminamos un par de cuadras, llegamos a destino medio a tropezones y nos instalamos cual gallina clueca que empolla. Prestamos atención, nos concentramos, opinamos y omitimos ideas subversivas y contrarias a lo discursado e impuesto. Cuchicheamos con el del lado y esbozamos sonrisas, controlando a veces una carcajada, y de vez en cuando, así, sin licencia, nos escapamos al baño a tomar agua para saciar una sed inexistente o vamos al casino a comprarnos un lo-primero-que-vea sólo por inercia. En los cinco minutos de descanso permitido, que siempre alargamos al doble o al triple, compartimos nuestro tedio y preguntamos a medio mundo cómo está sin una verdadera intención, por nada más que cortesía. Volvemos riendo y cantando a nuestro deber y nos instalamos otra vez. Agregamos ahora un nuevo matiz: miramos la hora a lo menos una vez por acomodamiento de silla. Llegada la hora de partida, nos disponemos a buscar compañero de viaje, y mejor si no lo encontramos porque tenemos en mira una improvisada siesta en el bus. Abordamos el metro nuevamente y nos vamos pensando en el seminario y en la solemne, en las ayudantías y en la inmortalidad del cangrejo. Llegamos a casa, estudiamos, vagueamos por Internet, nos acostamos y programamos la alarma del despertador. En la mañana partimos a tomar el metro, combinamos con el bus local, caminamos un par de cuadras, llegamos a destino medio a tropezones y nos instalamos cual gallina clueca que empolla.
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