sábado, 15 de marzo de 2008

Esa verdad

Es entendible que no quiera darse a conocer, sé que es difícil, pero va a tener que dignarse pronto a salir a la luz, es lo que todos esperamos. Eso es cierto, al menos yo, estoy cansado de apañarla en todas sus fingidas jugadas. A mí me pasa lo mismo, estoy harto de tener que aguantarle que ande falseando por la vida como si nada. Yo a veces trato de comprenderla, porque sé que a ella también le angustia esto, para nadie es grato andar escondiéndose cual delincuente prófugo de la justicia. Sí, pero eso se soluciona dando la cara y enfrentando lo que venga, si tampoco es tan terrible lo que oculta bajo el atuendo ese tan cómico que lleva. Claro, yo he tratado en todos los tonos de decirle que eso que tanto la acongoja y avergüenza es lo mejor del mundo, y que está lejos de ser un crimen o una fechoría digna de tener en hide mode. No sé, a mí me cuesta comprarle el cuento de afligida, si todos sabemos cómo llamar la atención, y ella es experta en eso. No seas así, no podemos juzgarla así tan a la ligera, sus motivos debe tener. Yo creo que esta discusión no da para más, además hace oídos sordos a cualquiera que trate de aconsejarla, y en lo único que tenemos común acuerdo es en que es ella, es ella la verdad que desmorona todo. Es esa la verdad que miente descaradamente frente a ellos y oculta su identidad sin remordimiento alguno, y que daña sin escrúpulos a él, a él y a todos.

domingo, 9 de marzo de 2008

Nunca supe

Y seguía pegado a mí tratando de contarme qué le pasaba, trataba, trataba, mas no le salían las palabras. La vieja nerviosa subía más el tono que el niño y culpaba a su hija: no sé qué tan terrible puede ser, está mal, te dije que lo llevaras adonde el terapeuta. No quiso ir, y tampoco lo iba a obligar, respondía la madre. Ya basta, preocúpense en tranquilizarlo para que de una vez por todas cuente qué le pasa, decía yo. Yo ni siquiera los conocía, pero me interesó enterarme por qué estaba así, no fue menor ir pasando por ahí y que se me colgara del cuello pidiéndome a gritos ayuda, pronunciando necedades indescifrables. Ya verlo venir corriendo desaforado desde la esquina me dio pavor y tenerlo en menos de un minuto encimado, fue peor, sobre todo en esa avenida tan solitaria y peligrosa. Por suerte, detrás de él venían dos señoras que al parecer lo conocían… claro, lo conocían, porque después me enteré que eran su madre y abuela. Pero qué le pasa, por favor, explíquenme, les dije. Nada, nada, me decía perturbada una de ellas mientras procuraba comunicarse con alguien por teléfono. Al quinto intento lo logró, y entre los sollozos del niño alcancé a escuchar que había pedido ayuda a un tal Raúl. Yo no concebía la idea de que se empeñaran tanto las dos en hacer callar al crío cada vez que iba a empezar a entendérsele lo que hace rato ya quería decir, y tampoco entendía por qué me agradecían tanto la ayuda introduciendo la despedida; yo no iba a dejar solas a esas dos mujeres con ese chiquillo desquiciado que no me soltaba y menos a esas horas de la noche. Esperé con ellos hasta que llegó el auto que traía al supuesto auxiliador que no sirvió para nada más que para aumentar el llanto desesperante del cabro chico, tironeándolo de un brazo para despojarlo de mí. Por un instante pensé en agradecerle que me lo sacara de encima porque ya me tenía bañado en lágrimas, pero no pues, ese trato no es para un niño, menos si viene de un grandote bruto que no mide fuerzas. Pensando en qué decirle al desgraciado ese estaba, cuando me agarró del codo y me subió al auto junto con las dos viejas locas y el niñito y partió a toda velocidad. ¡Oye imbécil, para! Yo a esas alturas menos me explicaba qué cresta pasaba. Los gritos dentro del auto eran insoportables: la mamá del niño le encaraba a la anciana la mala ejecución de su trabajo, el hombre las hacía callar mientras manejaba descontrolado y encima el chico seguía lloriqueando. De pronto hacen parar el vehículo y la abuela (que iba sentada a mi lado) abre la puerta y con un impulso y una robustez que no sé de dónde sacó, me empuja a la calle. Caí a una poza de agua que la inesperada tormenta de principios de marzo había ocasionado, y vi marchar el auto, que provocó un estridente chirrido con las llantas, con el rostro del niño asomado en la ventana estirándome los brazos. Me quedé tirado ahí tratando de controlar el flujo de sangre que tenía en la rodilla por el fuerte golpe. Mientras me sobaba, pasó a todo dar un carro policial, al parecer siguiendo la huella del auto en que yo iba, y detrás de éste, otro más. El tercero se detuvo enfrente de mí y de él se bajó un oficial que se acercó a decirme

Me despertó el ladrido de las perras que hacen escándalo cada vez que viene el cartero. Traté de seguir durmiendo para reanudar el hilo del sueño como siempre lo hago, pero no pude y me quedé con las ganas de saber cómo continuaba la historia.

lunes, 3 de marzo de 2008

Y miró nuevamente por la rendija que el pasar del tiempo había provocado en la ventana empernada. Todo parecía alucinante: siluetas de elefantes perfectamente delineadas en la acera de enfrente, infantes arrancando del bufón dendriforme que los perseguía hasta el apagado bosque del sector de la foresta y madonas esposadas escupiendo a los oficiales que las imputaban en el carro policial.
Cambió de dirección su mirada y por dos segundos su mente quedó en blanco. Lucidez recobrada. Pensó en lo que siempre pensaba cada vez que podía: en lo feliz que estaría Lucía al saber de él y en lo que juntos se podrían proyectar cuando esa desesperante espera acabara. A humillaciones y mortificaciones ya era inmune; nada le importaba si ella llegaba.
De pronto se acordó de lo entretenida que estaba la vista del mundo exterior y miró una vez más por la abertura. Ahora veía a mancos y cojos danzando en el carnaval, al que tenía intenciones de ir, pero al que sin invitación sería una grosería llegar. Lo alegró la visita del ratón del desaguadero que le dijo que nadie le reprocharía el aparecer sin ser convidado. Feliz, partió.
Locura en boga, realidad insufrible.

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